Comentario
Aunque la bidimensionalidad de la pintura no consiente acercarse, al menos tanto como la arquitectura y la escultura, a la verdad tridimensional de la realidad natural, fue sin embargo a través de las obras de Caravaggio y de Annibale Carracci que se manifestó temprana y se operó con rapidez la gran revolución lingüística y figurativa del arte del primer Seicento. Por contra, a pesar de que la arquitectura y la escultura admiten una mayor adherencia respecto a la realidad, no fueron capaces de dar una respuesta válida a las exigencias planteadas por el momento histórico que vivía Roma: responder al enorme impulso constructivo y figurativo demandado por la Contrarreforma triunfante, apremiada por la necesidad de disponer de lugares de culto donde ejercer la catequesis y la propaganda religiosa y de aprestarse de imágenes que por su aspecto aparente y disposición expresiva captaran por medio de los sentidos los ánimos de los espectadores y se fijaran en las mentes de los fieles como modelos éticos de comportamiento.Por tanto, esta primera etapa -que, gracias al proyecto sixtino y al inminente jubileo de 1600, se presentaba particularmente propicia para el desarrollo arquitectónico y escultórico por la cantidad de encargos públicos y de comisiones privadas que se produjeron- se inicia austera con Sixto V (1585-90) y, aun pareciendo que iba a eclosionar brillante bajo Pablo V (1605-21), se alargó indecisa con Gregorio XV (1621-23). Durante este período gran número de arquitectos y escultores, en su mayoría oriundos de Lombardía, se avecindaron en Roma, pero la escasez entre ellos de auténticos talentos fue la tónica dominante. De modo paralelo a la duda entre renovación y tradición que caracterizó los otros desarrollos artísticos, el cultivo de estas artes no fue extraño a esa dinámica, aunque con un ritmo temporal de renovación mucho más lento e indeciso que aquel que dominó los procesos de la pintura. Un hecho a señalar es que casi todos los arquitectos y escultores destacaron como hábiles profesionales que repitieron hasta la extenuación las fórmulas y formas manieristas.Nada más significativo de este mar de dudas que las dos capillas mausoleos de Sixto V y Pablo V en la basílica de Santa Maria Maggiore: las capillas Sixtina y Paolina (basada en la anterior). La primera, o del SS. Sacramento, fue proyectada por Domenico Fontana (1585) para un severo franciscano tridentino; la segunda, o Borghese, fue diseñada por Flaminio Ponzio (1605-11) para un festivo aristócrata post-tridentino. Ambas responden a un mismo plan central de cruz griega con cúpula sobre alto tambor y a una profusa y rica decoración interior. En realidad, la única diferencia que existe entre ellas, es puramente epidérmica: la mayor riqueza decorativa de la segunda respecto a su modelo, que señala la necesidad de dar un paso más en pos de lograr un carácter estilístico nuevo. Juntas constituyen una síntesis llamativa de la arquitectura y, sobremanera, de la escultura de Roma entre el tardo Manierismo y el primer Seicento. Aunque, poco a poco, del austero gusto decorativo añadido al organismo de la capilla Sixtina se pasó a otro más fastuoso en la Paolina, en realidad ésta no es sino una réplica con variantes de aquella. Esa sensación de estancamiento formal y estilístico también es evidente en la pompa y riqueza de los materiales, que se yerguen como signos de una época que, indecisa aún a morir, se prolonga extenuada en otra en la que los nuevos fermentos que se están preparando, todavía no son descubiertos.Los responsables de estas obras, D. Fontana y F. Ponzio, dos arquitectos lombardos de altísima profesionalidad operativa como descoloridos traductores de lo ajeno, tuvieron un comportamiento del todo endogámico -paralelo al nepotista de sus mecenas-, encabezando familias de artistas a los que protegieron y favorecieron. Arquitectos como Martino Longhi, y su hijo Onorio, y C. Maderno, sobrino de Fontana, o escultores como Silla da Viggiú, Valsoldo, Bonvicino, St. Maderno y Buzio, todos lombardos, forman parte de ese sólido núcleo de artistas, a los que se agregaron otros del mismo ambiente romano, como el lorenés N. Cordier, o del círculo toscano, como los escultores P. Bernini y C. Stati -a los que se unió el vicentino C. Mariani con su ayudante toscano F. Mochi o el arquitecto M. da Cittá di Castello. De un modo u otro, todos están ligados a las obras arquitectónicas y ornamentales de estas capillas, al tiempo que son también los más destacados maestros que representan la vacilación del momento.